Nada fue como lo había imaginado
Con la llegada de febrero, las vacaciones, el verano, el tiempo libre, imaginaba un suceder de jornadas vibrantes de alegría y compartir, el cuerpo y el alma abiertos a celebrar al sol, al mar, a la exuberancia verde de una vegetación recién renacida con la lluvia, los músculos expandidos con tanto horizonte, el corazón rebalsado de tanta amistad.
La vida tenía otra idea. Todo pareció conspirar en una dirección diferente. Días rigurosamente nublados y oscuros, reiterados contratiempos en la inescapable gestión cotidiana, y, sobre todo, un giro misterioso del reloj interno orientándome imperativamente a algo muy alejado de mi deseo: el retiro.
Ni en las semanas de más exigente confinamiento por las cuarentenas viví un retiro tan drástico, un distanciamiento tan completo de lo externo como el que me tocó en esas semanas. Todo se volcó para adentro, para muy adentro, a zonas ignotas del alma donde las alquimias ocurren en la penumbra, y la voluntad apenas logra sujetar el rumbo de la supervivencia diaria.
Tuve que poner en acción todo el instrumental de primeros auxilios que entrega la sabiduría ancestral. Meditar el triple, para lograr calmar la reacción automática de fatalismo y derrota ante tanta desilusión; aceptar en detalle y con paciencia cada movimiento subjetivo y cada suceder exterior, para no terminar echándome la culpa. Castigándome perversamente, por añadidura. Creer de verdad, “como crees en el fuego cuando te quema”, que lo que ocurre es un proceso con secreto sentido e inteligencia, una transformación necesaria guiada desde lo inconsciente con maestría espiritual. Más difícil todavía, perdonarme la porfiada, habitual, resistencia al proceso consabido, y aprender a esperar el desenlace sin apuro ni ansiedad.
Como es natural, un día entre los días volvió el sol y el azul. Coincidentemente, de a poquito, fue creciendo la vida, el contento en mi corazón y la gratitud. Lo que más ayudó en este retiro que no busqué fue una potente imagen arquetípica que transmitió el año pasado un maestro generoso. Enseñó que, para hacer un retiro espiritual fecundo, se requerían tres cosas: una cueva, una montaña, y un río. Por supuesto, hablamos de símbolos en un paisaje interior; ciertamente, no es indispensable buscarse una cueva en los Himalayas.
La cueva es símbolo evidente de la retirada del mundo, del cierre necesario de la percepción de lo de afuera para enfocarnos enteros al encuentro con nosotros mismos. Un encuentro inicialmente doloroso, porque lo primero que aparece en el espejo inexorable de la verdad es la personal oscuridad. Las sombras en las que hemos creído.
Pero la cueva no está hecha para llenarla de demonios y fantasmas. Justamente, está diseñada para expulsarlos. La invencible luz del ermitaño disipa las tinieblas imaginarias de la mente para revelarnos la verdad radiante del propio ser. La espada de la honestidad ha cortado las falsas cabezas, el elixir del perdón va disolviendo las cadenas que nos atan, la inocencia y la belleza de nuestra esencia comienzan a hacerse presentes, en irrefutable experiencia corpórea, en consciencia encarnada.
Es hora, entonces, de subir la montaña, que siempre es la más alta. Porque solo desde su cumbre podemos contemplar con transparente perspectiva el territorio, el camino a seguir, el objetivo del viaje y comprender, conmovidos, para qué estamos aquí, y hacia dónde vamos.
El río ha estado con nosotros todo el tiempo, fluyendo sin cesar, atravesando el día y la noche, el invierno y el verano, la planicie y la escarpadura. Como la vida misma, impermanente, en continuo, incansable movimiento. Recordándonos que el presente nunca se detiene, que la vida nace de nuevo en cada instante. Y el alma sabe bien que todos los ríos van a dar a la mar, que es el amor. No hay otro final, no hay otro destino.
Quedé muy agradecido de la montaña, la cueva y el río de mi transmutación, pero con muchas ganas de playa.