A una amiga le pasó hace algunos años; viene bien al caso recordarlo y contemplarlo sin apuro. Vivía ella en la ciudad de Nueva York, justo cuando su marido fue trasladado a Ginebra a una misión internacional. No iba a renunciar a su trabajo, que le encantaba. Lo solucionó tomando un avión todos los viernes, para pasar el fin de semana en Suiza con él, y volvía lunes o martes. Siempre el mismo vuelo, porque era sin escalas, durante un par de años. Hasta que un viernes cualquiera, partiendo al aeropuerto, un llamado con un inconveniente de última hora en su trabajo la obligó a quedarse. Frustrada, volvió a su departamento a deshacer su maleta y a llamar a su marido por larga distancia -así era entonces-, para informarle del latoso contratiempo. A la mañana siguiente, junto con el desayuno, prendió la televisión para ver noticias. Ese día, la noticia que espantaba al mundo era la caída de un avión de pasajeros en medio del Atlántico. El mismo vuelo de siempre, el que ella no pudo tomar.
Unos días después me escribió para contarme. Removida entera, trémula entre el miedo de lo que pudo pasarle y la gratitud a la vida por salvarla de ello. Poco antes del evento, me dijo, había estado leyendo un libro sobre sincronía…En la vida de todos nosotros hay experiencias así, “casuales”, que han determinado la dirección de nuestro camino, a veces en el filo de la vida y de la muerte. Era clásico, en el relato de los ancianos de antes, la frase “y por una de esas casualidades de la vida” para proseguir describiendo el encuentro más trascendental de su existencia, o el momento en que se abrió la puerta de su realización. Cada cual puede mirar con ojo investigador su trayectoria en el planeta y encontrará experiencias incontroladas e inexplicables que llegaron casualmente y cambiaron algo para siempre.
Sin embargo, estamos educados para no verlo. Como somos modernos, necesitamos creer que son coincidencias sin importancia. El paradigma racional, oficial, “científico”, único autorizado, así lo decreta. Pero, la verdad, no sé si alguien se atreverá a decirle a mi amiga que lo que vivió fue una coincidencia sin importancia. En estos días en que la vida desafía al extremo, con la incertidumbre como única verdad, se vuelve decisivo completar nuestra investigación existencial. Porque se hizo urgente dejar por fin de dudar del sentido en lo que pasa y confiar con fundamento, seriamente, en la vida. Sacudirnos -es hora-, esta modernidad ya muy antigua, para saltar a un espacio nuevo de comprensión, verificando en carne propia nuestra íntima participación en un universo viviente cuya ley es la evolución y la unidad. Evolución y unidad cuántica que en la vivencia humana llamamos amor. No está demás decir que esta indispensable investigación existencial sobre el sentido es intransferiblemente subjetiva, personal. Nadie puede hacerla por ti, y sus conclusiones nunca aparecerán en los diarios. En todo lo que importa, el que sabe, sabe, -porque se ha atrevido a averiguarlo-, y el que no, volverá una y otra vez a temer.
Estos tiempos increíbles, de rara bendición, requieren de una mirada así de profunda e independiente, capaz de percibir más allá, y más acá, de las apariencias y la opinión pública. Una mirada que constate en directo el desplegarse certero de los poderes de la vida, que nos mantienen sanos y salvos mientras van enseñándonos, como a mi amiga, que nada es casual. Que vea transparentemente que todo está unido por invisibles hilos de sentido y amor. Que se dé cuenta que ahora mismo, en este exacto instante, podemos saltar hacia adentro, y amar -amarnos- muchísimo más.
¡Que así sea, queridos amigos!