Tal como los bosques o las casas, nuestra alma necesita barreras incombustibles que nos protejan del quemante contagio de lo colectivo. No queremos que las llamaradas de odio y de furia que incendian el entorno -tan atrayentes para nuestro ego, que se enardece encontrando culpables y queriendo eliminarlos del planeta-, nos devoren, dejándonos convertidos en ceniza espiritual. El cortafuegos interior es decisivo, si queremos preservar nuestra opción por la paz, la justicia y la humanidad.
Recordemos que, bien adentro, todos tenemos un espacio quieto, capaz de observar con serenidad las intensidades de la emoción, alerta a sentirla pero sin ser poseídos por ella. Como lo hacemos en la convivencia íntima: casi todos los días me enojo contigo y tú conmigo, pero nunca seguimos alimentando esa fiebre narcisista hasta llegar al extremo de odiarnos, y quererte muerto. ¡Jamás le echamos leña a fuegos de esa inmensa violencia destructiva! De hecho, sujetar el impulso a alimentar ese ardor egocéntrico de culpar -y sentirse así justificado-, nos avanza con botas de siete leguas hacia la experiencia plena del amor.
Pues el universo propone, pero nosotros somos quieres disponen. Las grandes energías cósmicas dibujan perfectos diseños; basta examinar todo lo natural para comprobar esa perfección: árboles, galaxias, células, animales, nuestro cuerpo tan vivo. La negatividad nunca está en la naturaleza, sino siempre oculta o descarnadamente evidente, en lo artificial, en lo social. Esos radiantes diseños del universo nos han propuesto un inconcebible viaje llamado evolución. Y, cíclicamente, esa evolución trae horas definitivas. Momentos de salto, de cambio drástico, como el que ahora vivimos. El inconsciente colectivo se encarga de ello, respondiendo, tal como el océano, a estas mareas cósmicas.
Sucedió, por ejemplo, en la más emblemática de las revoluciones: la francesa. Fue la indignación popular la que abrió a sangre y fuego los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Pero los costos fueron mayores y el cambio positivo, lentísimo. Francia tuvo que vivir sacrificios horrendos, y otra tiranía -la de Napoleón-, antes de lograr por fin una república genuinamente capaz de proteger a sus ciudadanos. Las emociones masivas, las que mueven la historia, son primitivas e inconscientes y contienen dos poderes sobrehumanos: uno, el poder de la destrucción; el otro, muy vulnerable, es el poder del anhelo.
Porque en el inconsciente colectivo no solo habitan las fuerzas emocionales del instinto, también palpitan allí los planos luminosos de la Tierra Prometida; no hay ser humano que no abrigue en el santuario de su corazón la visión nítida de un convivir social en igualdad, confianza y alegría. Sabemos, sin saber cómo, que ése es nuestro destino final. Aunque, probablemente, en las retinas del alma, la amargura de la desilusión nos haya empañado tal adelanto cósmico. Igual, el anhelo sigue orientándonos, porfiado e inocente, como un faro interior.
Es ahora cuando el toca actuar a nuestra libertad. El fuego colectivo, ciegamente, ha hecho estallar la estructura, tambalear el sistema. Ha derribado, por fin, el muro de incomunicación nacional. La tarea del inconsciente está cumplida: todo ha cambiado, Chile despertó. El desafío viene muy distinto; es consciente. Libremente, nos toca elegir cómo crearemos lo nuevo. Despiertos, podemos comprender que, tal como en toda familia, en Chile no hay enemigos, sino seres profundamente interdependientes, que se han enemistado y hecho daño.
Pero siguen siendo seres de la misma insoslayable familia, que pueden elegir hoy el bien común, o usar su libertad para continuar perpetuando la desconfianza, la rabia, el egoísmo, la violencia. Esa opción inmensa no es masiva, es individual: cada cual elige. Elige la guerra, creyendo todavía que eso lleva a alguna parte, o elige generosamente los trabajosos caminos de la paz. Para la paz y las soluciones inspiradas que el titánico reciclaje social que tenemos por delante requiere, comunicarnos es lo esencial. Escucharnos unos a otros, descubrir que de fondo queremos lo mismo. Igual que en la familia, constatar que estamos juntos sin poder evitarlo, y que, si deseamos vivir tranquilos, tenemos primero que aceptarnos tal cual. Exigir que el otro cambie para seguir adelante, resulta el peor negocio que hay -lo sabe toda pareja-, en cambio, ¡cambiar uno mismo siempre está en las propias manos!
El presente, entonces, nos pide a todos la misma transformación, la que comunica. Conversar abriéndonos a lo diferente, soltar la ficción de que tenemos la razón en contra de otro, cabildear abundantemente. Compartir confianza -todo resultará bien, por caminos más arduos o más fluidos según los grados de resistencia a lo nuevo-, y buen humor. Resistir el contagio por los miasmas colectivos de odio o paranoia, fortaleciendo nuestro cortafuego. Echando toda la leña al fuego puro de la certeza del bien absoluto que quiere la voluntad del universo y el corazón humano.